Hay partidos que terminan en batallas campales, hay fanáticos que encuentran en el fútbol un buen pretexto para el ejercicio del crimen y en las gradas desahogan los rencores acumulados desde la infancia o desde la última semana. Como suele ocurrir, es la Civilización la que da los peores ejemplos de barbarie. Entre los casos de más triste memoria, se podría citar, por ejemplo, la matanza de 39 hinchas italianos del club Juventus a manos de los hooligans ingleses del Liverpool, hace poco menos de veinte años.
Pero, ¿eso da para decir que el fútbol incuba huevos de serpiente? En 1969, se llamó "guerra del fútbol" a la matanza entre hondureños y salvadoreños, porque la primera chispa de ese incendio se había encendido en los estadios. Pero la guerra venía, en realidad, de mucho antes. Y su nombre mentiroso logró ocultar una historia larga: la guerra fue la trágica desembocadura de más de un siglo de rencores entre dos pueblos vecinos, entrenados para odiarse mutuamente, pobres contra pobres, por sucesivas dictaduras militares fabricadas en la Escuela de las Américas.
El espejo no tiene la culpa de la cara, ni el termómetro tiene la culpa de la fiebre. Casi nunca proviene del fútbol, aunque casi siempre lo parece, la violencia que a veces hace eclosión en los campos de juego. Es revelador lo que está ocurriendo en la Argentina. La locura de las barras bravas no tiene nada de nuevo; pero se han multiplicado los líos, los balazos y los garrotazos, desde que se desencadenó esta última crisis que ha precipitado al país a una caída en picada y ha dejado a los argentinos pataleando en el aire.
Eduardo Galeano, escritor uruguayo
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