Era una más de las decenas de cribas que el Internacional de Porto Alegre realizaba en 1964, como todos los clubes brasileños continúan haciendo hasta hoy. Se organiza un partidillo entre muchachos, y un técnico tiene la responsabilidad de observarlos, prestar atención a cada uno de ellos —aquel día eran 300— durante algunos minutos y allí, en el momento, emitir un veredicto: sí o no. Así de sencillo. O el chico vale para empezar a adiestrarse en las categorías de base de la entidad, o que vuelva a su casa y pruebe otra vez, destino de la inmensa mayoría.

Aquel día, en el antiguo campo del Nacional, en Porto Alegre, un jovencísimo Paulo Roberto, de 11 años, se sometió a la prueba junto a otros cuatro compañeros suyos del mediocampo del equipo infantil del Juventus, de Canoas. Entre la frustración de la eliminación de uno y otro, el hermano mayor de Paulo Roberto, Pedro, vio cómo el entrenador responsable de la criba, Jofre Funchal, se acercaba y le decía, como quien dicta una sentencia: “El alemán está plenamente aprobado”.

El “alemán” en cuestión era Paulo Roberto Falcão, y si bien Jofre se limitaba a emplear la denominación popular en Brasil para cualquiera que tenga la piel y el cabello claros, el término, de algún modo, suponía una especie de presagio. Aquel día empezaba la trayectoria de una de las mayores figuras de la historia de Brasil, aunque distinta a la mayoría. Poseía toda la habilidad y fantasía del mundo, aunque también garra y aptitudes para la contención. Un astro cuyo cometido no consistía en marcar goles, sino en organizar a su equipo desde donde empieza todo: en el mediocampo, a veces incluso en la defensa. Más o menos, como otro famoso dorsal número 5, ese sí de nacionalidad alemana: Franz Beckenbauer.

“Perfecto”
Para quien está habituado al concepto actual de “cinco”, resulta difícil imaginarlo. Falcão fue uno de los últimos representantes de un linaje de primeros volantes cuya principal característica no era la de ser voluntariosos ni preocuparse por seguir al adversario, recuperar el balón y pasárselo al compañero más cercano. El Internacional no tardaría en darse cuenta de que en aquel muchacho tenía a alguien completo, que jugaba por delante de la retaguardia, sí, pero de cuyos pies nacería casi todo lo que el equipo de Rio Grande do Sul creó durante el decenio de 1970. Y no fue poca cosa.

Paulo Roberto Falcão fue el líder y símbolo de una de las grandes dinastías del fútbol brasileño. En los seis años transcurridos entre su debut en el equipo profesional delColorado, en 1973, hasta su salida, en 1979, el club conquistó cinco Campeonatos Gaúchos, y solo dejó de estar entre los cuatro primeros clasificados del Brasileirão una vez, en 1974. En ese periodo, se convirtió en el primer equipo que ganaba tres títulos en la era del Campeonato Brasileño, posterior a 1971, con los trofeos de 1975, 1976 y 1979, este último sin perder ni un solo partido, algo que nadie ha logrado repetir.

Por aquel entonces, aunque se hubiese quedado fuera de la Copa Mundial de la FIFA 1978™ debido a una discrepancia con el seleccionador, Cláudio Coutinho, la calidad de Falcão concitaba una unanimidad absoluta, y todos se referían a él, con naturalidad, como “el mejor volante brasileño de todos los tiempos”. Hasta el punto de que el entrenador del Palmeiras en 1979, Telê Santana —que podía ser cualquier cosa menos dado a elogios gratuitos— dejó el estadio estupefacto después de asistir a una victoria del Colorado sobre el Internacional de Limeira. Cuando los periodistas le preguntaron, fue categórico: “Hoy he visto una actuación perfecta de un jugador. Falcão ha ganado el partido”.

Consagración y tristeza en la cita mundialista
No sorprendió, pues, que Telê Santana alinease a Falcão como titular indiscutible cuando se hizo cargo del combinado brasileño. Era la opción lógica, además. No había un número 5 que se adaptase mejor a un equipo como el que disputó la Copa Mundial de la FIFA 1982, hecho para tocar el balón y dominar a los adversarios exclusivamente a base de talento. Fue allí, en España, donde resultó elegido segundo mejor futbolista del torneo y adquirió la categoría de genio mundial. Sobre todo, cuando protagonizó quizás la mejor jugada de su carrera, al deshacerse de dos italianos y batir a Dino Zoff desde la frontal del área mediante un zurdazo imparable. Falcão salió disparado, exultante como nunca. Era el gol del empate a 2-2, y parecía abrir las puertas de las semifinales al equipo más fascinante de aquel certamen y uno de los más admirados de todos los tiempos. Pero el destino quiso otra cosa.

Es difícil aceptar que el momento más destacado de la carrera de alguien como Falcão haya sido, de alguna forma, en vano. El tercer gol de Paolo Rossi, siete minutos después, supuso el triunfo por 3-2 de Italia y la inesperada eliminación de Brasil. Y la frustración con la que Falcão habla de aquel encuentro es proporcional a la efusión con la que celebró su tanto.

“Tenía muchas ganas de ser campeón en aquel Mundial, porque me había quedado fuera del de 1978 y necesitaba demostrar que podía ser titular con la selección. Por eso lo festejé así después de marcar el gol del empate. Era como si estuviese jugando dos Mundiales al mismo tiempo”, cuenta. “Cuando terminó el partido, Bruno Conti vino a abrazarme, y ni siquiera quiso confirmar el cambio de camisetas que habíamos acordado. Se solidarizó de tal manera con mi tristeza que parecía ser él el derrotado. Entonces me saqué la camiseta, se la entregué y salí del estadio con la italiana, en homenaje a mi amigo y al país que tan bien me había recibido”.

La ropa del rey de Roma
Porque, entonces, Falcão ya brillaba en Roma con el mismo fulgor que en Porto Alegre. Después de dos decenios de obstáculos, el fútbol italiano volvía a abrirse a los jugadores extranjeros, y el brasileño fue de los primeros fichajes, en 1980. Llegó al AS Roma, dirigido por el mítico sueco Nils Liedholm y, tras convertirse en un ídolo en su primera temporada, al conducir a los Giallorossi al título de la Copa de Italia, se ganó su apodo histórico —y la condición de auténtica celebridad de la alta sociedad italiana— con el scudetto de 1982-83, el primero del club en 41 años. A partir de entonces, los libros de historia tendrían que actualizarse: Paulo Roberto Falcão era el “octavo rey de Roma”.

El reinado de Falcão duró hasta diciembre de 1984, y al principio del año siguiente se incorporó al último equipo de su carrera, el São Paulo, donde permaneció en activo justo lo suficiente para viajar a otra Copa Mundial de la FIFA, la de 1986, entonces como suplente. Su despedida de Roma prácticamente coincidió con la de Liedholm, a quien Falcão envió su camiseta, por medio del masajista del club, Victorio Baldorini, con una nota:

Mister, le devuelvo la camiseta que usted me entregó cuando llegué aquí. No lo hago personalmente porque sé que nos emocionaríamos. Me gustaría que la conservase como prueba de nuestra amistad”.

Ninguno de los dos dijo nunca más nada al respecto. En 1990, durante la Copa Mundial de la FIFA celebrada en Italia, trabajando para una emisora de televisión, Falcão se encontró con el hijo de Nils, Carletto, y le preguntó si su padre había recibido la camiseta. Y este contestó: “Nadie la toca, la guarda como una joya”. Nils Liedholm, al fin y al cabo, sabía muy bien lo que Paulo Roberto Falcão demostró al mundo durante toda su carrera, al ser mucho más que un volante. Aquella no era la camiseta de un número 5 como los demás. Era especial.