El barón Pierre de Coubertin, fundador de las olimpíadas modernas, había advertido: "El deporte puede ser usado para la paz o para la guerra".
Al servicio de la guerra mundial que estaban incubando, Hitler y Mussolini manipularon el fútbol. En los estadios, los jugadores de Alemania y de Italia saludaban con la palma de la mano extendida a lo alto. "Vencer o morir", mandaba Mussolini, y por las dudas la escuadra italiana no tuvo más remedio que ganar las Copas del Mundo en 1934 y en 1938.
"Ganar un partido internacional es más importante, para la gente, que capturar una ciudad", decía Goebbels, pero la selección alemana, que lucía la cruz esvástica al pecho, no tuvo suerte. La guerra de conquista vino poco después; y el delirio de la pureza racial implicó también la purificación del fútbol: trescientos jugadores judíos fueron borrados del mapa. Muchos de ellos murieron en los campos alemanes de concentración.
Años después, en América latina, las dictaduras militares también usaron el fútbol, al servicio de la guerra contra sus propios países y sus peligrosos pueblos. En el Mundial del '70, la dictadura brasileña hizo suya la victoria de la selección de Pelé: "Ya nadie para a este país", proclamaba la publicidad oficial. En el Mundial del '78, en un estadio que quedaba a pocos pasos del Auschwitz argentino, la dictadura argentina celebró "su" triunfo, del brazo del infaltable Henry Kissinger, mientras sus aviones arrojaban a los prisioneros vivos al fondo de la mar. Y en el '80, la dictadura uruguaya se apoderó de la victoria local en el llamado "Mundialito", un torneo entre campeones mundiales, aunque fue entonces cuando la multitud se atrevió a gritar, por primera vez, después de siete años de silencio obligatorio. Rugieron las tribunas: "Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar..."Eduardo Galeano, escritor uruguayo
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