Pues bien, hacer un gol no supone adquirir el billete para el cielo, pues con el gol no se acaba el partido. Un equipo puede lograr un tanto, pero en seguida ser goleado por el equipo adversario. Cuánta razón tenía Cruyff cuando señalaba en sus tiempos de entrenador del F. C. Barcelona que el fútbol es un deporte en el que gana el que marca un gol más que el contrario. Por eso nos gustan tanto los partidos que terminan 4-3, 5-2, 3-1, aunque otro entrenador, Ángel Cappa, rizando un poco el rizo, dijera en una ocasión que el partido ideal tendría que acabar en empate a cero.
Lo cierto es que los goles son la salsa del fútbol, pero también es verdad que una millonada de tantos no asegura un buen partido de fútbol. De ahí la opinión de Cappa, que fue ayudante de Valdano en el gran Tenerife de mediados de los 90. Es verdad que algunos partidos de pocos goles han podido ser un partido emocionante. Pero esto es porque además del buen juego hubo ocasiones de marcar: sin estos momentos previos al gol, que las jugadas elaboran buscando la portería contraria, no puede haber nada bonito en el fútbol. Después, si hay suerte y la pelota entra, se produce el éxtasis, pero como éste siempre suele estar acompañado de ciertos sentimientos de venganza o resquemor hacia el adversario conviene no dejarse cegar por el objetivo. Por eso, el gol más fantástico y que más han querido emular todos los jugadores de fútbol fue un gol que no fue gol: un disparo que se inventó Pelé un día soleado del Mundial de México 70 desde el centro del campo en un partido contra Uruguay, y que no entró en las redes de la portería ajena por muy poco.
Aunque aquel balón no se coló en las redes, todo el grito victorioso del ¡gol! está en ese gesto y en esa pelota que vuela hacia el cielo y cae. Los antiguos griegos se referían a la ocasión propicia para aprovechar los goces de la vida con el nombre de kairós. No quiero ser falsamente bonachón y decir que lo que cuenta es la intención y no el resultado. No, el resultado importa y mucho, pero más que el resultado lo que de verdad importa es la manera como se consigue, que por lo demás suele favorecer a la corta y a la larga los buenos resultados. Esa bonita y eficaz manera de aprovecharse del kairós es lo que enseñan las jugadas que pueden no acabar en gol, como aquella inolvidable de Pelé, pero que señalan el camino ideal para hacer goles que no sólo signifiquen el triunfo personal de un jugador sino que a la vez sirvan como homenaje victorioso al juego que se practica.
El gol que Zinedine Zidane marcó el 15 de mayo en Glasgow al Bayern Leverkusen (Vila-Matas, a pesar de ser culé, estará de acuerdo conmigo en que estas zetas mágicamente árabes emparentan al jugador francés, en más de un sentido, con aquella hermosa Sherezade que para no morir se pasó contando historias durante mil y una noches) fue un gol de esta clase. No sólo supuso a la postre el triunfo del Real Madrid sino que por añadidura supuso la victoria de la belleza futbolística, tantas veces ausente de los rectángulos de juego, y que en día como éstos, ¡en una Final de la Copa de Europa, además! nos devuelve a quienes empezamos a disfrutar del fútbol siendo pequeños aquella emoción infantil e infinita que todos hemos tenido que abandonar de alguna forma al hacernos mayores.
Esa emoción infinitamente alegre, casi loca, incondicional y estruendosamente jubilosa es la emoción vital del gol, del fútbol, de la vida vivida a través de los verdes campos de césped de los estadios donde se juega al balompié. Cuando Zidane empalmó, con su bella zamarra blanca y su elegante giro corporal, el balón que Roberto Carlos había bombeado al área, no pensé nada. Quizás inconscientemente di ese balón por perdido; tal vez en la tercera gradería, entre miles de aficionados, lo podrían encontrar al final del partido. Pero no, ese balón dibujó una volea fulminante y entró como una exhalación en la escuadra derecha de la portería alemana. Fue un gol hermoso y decisivo. Inesperado, liberador, irrepetible.
Mientras celebraba la jugada que acababa de presenciar, Zidane empezó a correr hacia el público como al galope humano. Y mientras en televisión, sólo en televisión, repetían el gol, tuve que restregarme los ojos. Cuánto hacía que no veíamos un gol soñado. Cuánto tiempo llevábamos esperando poder decir: ¡Qué bonito!
Ximo Brotons es profesor de filosofía
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