No es amargo ni antipático, más bien todo lo contrario. Pero basta verle para comprender que este hombre carga con un peso, con algún tipo de fatalidad indefinible. Cuando su equipo pierde no brama contra los jugadores, ni patea el banquillo, ni da a entender con los ojos (los entrenadores saben que hay una cámara cerca, y actúan para ella) que a alguien se le caerá el pelo en el vestuario. No. Se afloja la corbata, absorbe la desgracia y la encaja entre las cejas, enarcadas como las de un payaso triste.
Su padre, tifoso interista, tenía una pensión en Cesenatico, una localidad turística de la costa oriental italiana. La pensión, para que no cupieran dudas, se llamaba Ambrosiana, el nombre del Inter en tiempos fascistas, cuando el internacionalismo no se toleraba ni en el fútbol. A los 13 años ingresó en el equipo juvenil de su pueblo, como lateral derecho. Era 1967 y el terzino, el lateral italiano, era el último mono, la carne de cañón del catenaccio: no debía pensar, no debía subir de medio campo, no debía intentar cosas bonitas. Su misión consistía en pegarse al extremo rival, correr con él, sudar con él y pegarle cuanto fuera posible. El modelo no era Facchetti, el apolíneo lateral-goleador, sino Burgnich, el perfecto perro de presa. Ideal para un muchacho.
Intentó varias veces cambiar de equipo, sin éxito. Su carrera se limitó al rincón derecho del Cesenatico juvenil. Fue una carrera breve, finiquitada a los 18 años por una enfermedad pulmonar. Tras unos años como camarero en la pensión familiar y como agente de seguros, volvió al calcio como técnico del Cesenatico infantil. En 1984 alcanzó el cargo de entrenador del Cesenatico (Segunda Regional), pero una extraordinaria cadena de desgracias administrativas casi le devolvió a la pensión: tardó cuatro años en ser admitido en la escuela de entrenadores. Ya con el carné, ascendió al Venecia, que el año siguiente le despidió, le recontrató para salvar la categoría y una vez salvado le despidió de nuevo.
Tras un paso por el Bologna, estudió en Barcelona los métodos de Cruyff. En 1995 se hizo con el Udinese y lo llevó a Europa, lo máximo en la historia del club. Su 3-4-3 supuso una revolución en el calcio. Luego pasó al Milan (él, interista y de izquierdas) y logró el scudetto de 1999. En 2001 fue despedido. Pasó al Lazio y lo clasificó para la UEFA: fue despedido, porque la sociedad prefirió al glamuroso Mancini. La temporada siguiente sustituyó a Héctor Cúper en el Inter y consiguió clasificarlo para la Champions: fue despedido, porque también el Inter, el club de sus amores, prefirió a Mancini.
Este año se cumple el centenario del Torino, devuelto a la Serie A por la carambola del caso Moggi. El Torino tiene derecho a considerarse el club más desgraciado de todos los tiempos: nadie, ni el Manchester United (en el accidente de Múnich sobrevivieron Busby y Bobby Charlton), ha sufrido una tragedia tan grave como la del 4 de marzo de 1949, cuando el avión que llevaba al "gran Torino", uno de los mejores equipos de todos los tiempos, se estrelló contra la colina de Superga. No quedó nadie.
Alberto Zaccheroni se sienta en el banquillo del Torino. Sólo ha conseguido, por ahora, dos empates y dos puntos. La cosa empieza mal. No cuesta mucho imaginarle tras una mesa desordenada, con una botella de whisky medio vacía y un revólver chato en el cajón, a la espera de otro caso. Como los detectives malditos del género negro, Zaccheroni no gana nunca. Le persigue la fatalidad. Y pierde con elegancia, con las cejas arqueadas y la corbata floja.
por Enric González
1 comentarios:
Zacheroni no gana nunca, como nos pasa a las izquierdas.
Publicar un comentario