martes, 15 de junio de 2010

CABELLO Y AUTORIDAD

Ya se ha hablado otras veces de Gigi Meroni, “la mariposa grana”, y de su vida trágica. Niño pobre y huérfano, adolescente con gran talento artístico (el propio Guttuso, no confundir con Gattuso, elogió sus pinturas juveniles), sensacional futbolista precoz, fue a principios de los 60 la gran esperanza del “calcio” italiano. Y el ídolo del Torino, donde todavía queda algún viejo seguidor que llama “gigi” a las mariposas.

Tambien se ha contado la muerte de Meroni. El 15 de octubre de 1967, el Torino ganó en casa a la Sampdoria. A la salida del estadio, “la mariposa grana” fue atropellada y destrozada por el coche de un joven aficionado del Torino que acababa de sacarse el carné de conducir. El cadáver fue velado en la sede del club. El aficionado que mató a Meroni se llamaba Attilio Romero y muchos años después consiguió ser presidente del Torino y conducirlo, en 2005, a la quiebra.
Gigi Meroni no alcanzó la fama internacional por ser pecador, extravagante y, en último extremo, melenudo. Podía haber sido una de las revelaciones del Mundial de 1966. Y, en cambio, fue el maldito entre los malditos. Fue quien más cara pagó la increíble derrota y eliminación de Italia frente a Corea del Norte. Sin jugar ni un minuto de partido.

En la primavera de 1966, Meroni jugaba todavía en la “selección B”, una mezcla de jóvenes y segundones. Tras una exhibición fabulosa contra “Bélgica B”, el 13 de marzo, el seleccionador Edmondo Fabbri no tuvo más remedio que incluirle en las convocatorias de preparación para el Mundial de Inglaterra. Meroni hizo partidazos contra Bulgaria y Argentina, mientras en la Liga Italiana Juventus y Nápoles intentaban comprarlo por cifras nunca barajadas en el “calcio”: fue el primer jugador por el que se ofrecieron mil millones de liras.

Pero “la mariposa grana” no gustaba a la gran mayoría católica y democristiana de la Italia de la época. Vivía en pecado con una mujer casada (no existía el divorcio), leía poesía contracultural, prescindía de la religión, desafiaba las convenciones (existe una famosa foto en la que pasea a una gallina por la calle como si fuera un perro), fumaba porros, vestía prendas multicolores y llevaba el cabello largo.

Tampoco resultaba cómodo para los técnicos. Nadie se ponía de acuerdo en si era extremo derecho, hombre de área o mediapunta “fantasista”. Era un regateador endiablado (al gran Fachetti le hizo un “sombrero” histórico) y un centrador de alta precisión, pero también un creador de fútbol. Y carecía de instinto asesino. Se negaba a lanzar penaltis porque le parecía abusar del pobre portero.


Fabbri, el seleccionador nacional, era un hombre de declaraciones avasalladoras con una íntima inseguridad. Insultaba a cualquiera que le sugiriera una alineación o una táctica, y luego, a solas, no conseguía decidirse. Fabbri anunció que se llevaría a Meroni al Mundial, con una única condición: que Meroni llevara el cabello corto, como los demás. Meroni no se cortó la melena. Fabbri, sin embargo, no se atrevió a excluirle de la convocatoria definitiva.

El seleccionador cedió, pero no perdonó. En el primer partido, contra Chile, que Italia ganó de mala manera, Meroni se quedó en el banquillo. En el segundo, contra la URSS, un equipo rocoso cuyos jugadores lanzaban al pequeño Meroni por los aires con un simple soplido, sí le alineó, e Italia perdió 1-0.

Ante el encuentro decisivo ante Corea del Norte, una selección de tipos pequeños que corrían como balas y mostraban el nivel propio de lo que eran, aficionados que trabajaban como soldados o impresores, los comentaristas y los propios jugadores estaban convencidos de que Meroni haría estragos. Fabbri, sin embargo, volvió a dejarle en el banquillo. Alineó, en cambio, a un centrocampista como Bulgarelli, que tenía la rodilla hecha polvo y se pasó el partido cojeando porque aún no eran posibles las sustituciones. Ese día, precisamente ese día, Fabbri decidió imponer el principio de autoridad y hacerle pagar a Meroni su desafío capilar.

Cuando regresaron a Italia, eliminados, los jugadores fueron recibidos a tomatazos. Fabbri no, porque se quedó en el avión hasta que la multitud se dispersó. El técnico ya no levantó cabeza. Fue sustituido por el dúo Herrera-Valcareggi, cuya primera decisión consistió en olvidarse temporalmente de “la mariposa grana”. Meroni, por su extravagancia y su aparente rebeldía (todos sus compañeros le consideraban un tipo estupendo), fue convertido por la ultraconservadora opinión pública futbolística de la Italia de 1966 en símbolo del desastre.

Ya no hubo tiempo para más. Meroni murió al año siguiente. El mundo sólo había tenido una ocasión de ver al único futbolista comparable a George Best, en Inglaterra-66, y la había perdido. Por una cuestión de cabello y de autoridad.

por Enric Gonzalez



Artículos relacionados


0 comentarios:

 
Copyright 2009 sarria82. Powered by Blogger