La carrera de Billy Wright es, además, el reflejo de una generación, y una época. La generación de quienes vieron truncadas, o al menos interrumpidas, sus aspiraciones al estallar el conflicto bélico que asoló la misma Europa que el fútbol ayudó a reconstruir después, lamiendo heridas, secando cicatrices. Wright participó en varios encuentros, frente a Honved o Dinamo de Moscú, precursores de las conocidas competiciones continentales. La generación que vivió la explosión de la cultura popular, que incluyó en la bolsa de ídolos de consumo masivo a los pateadores del balón. Wright se casó con una de las célebres Berverly sisters. La época que subrayó el valor individual en un juego de esencia colectiva. Wright fue segundo, tras Alfredo Di Stefano, en la votación del Balón de Oro de 1957. Y la época en la que lo ahora natural era excepcional, y viceversa. Hombre de un solo club, primero en alcanzar las cien internacionalidades en el fútbol mundial, Wright se retiró con un asombroso registro. Jamás fue expulsado, ni siquiera amonestado. En más de medio millar de partidos. Los árbitros lo sabían, igual que los hinchas, igual que la dulce y melosa Joy Beverley entonces, igual que nosotros ahora. Coincidimos todos: William Ambrose Wright fue un hombre de los que ya no quedan.
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