miércoles, 29 de octubre de 2008

EL GOL Y LA MEMORIA (1/2)


Extracto del artículo publicado en la revista literaria Mercurio, Junio 2002


Los mundiales. Quimeras babilónicas que se repiten, como mucho, tres veces por década. Con tanta espera, es más fácil soñar. Y me atrevería a afirmar que, en Argentina, los mundiales son otra cosa. Un acontecimiento que tiene menos que ver con el fútbol que con otras cosas como el pisoteado orgullo nacional, las ansias de venganza histórica o la distracción política. En España no es tan corriente encontrar a un aficionado cuyo sueño consista en golear a Inglaterra en revancha por el desastre de la Armada Invencible, o que aguarde impaciente el partido en el que darle un baño al imperio alemán, pongamos por caso. Si a eso añadimos que, por el momento, para los españoles las finales mundialistas no son más que esos partidos internacionales que se siguen sin demasiado ardor por la televisión, se comprende la diferencia de dimensión entre las selecciones de un país y otro. En Argentina, desgraciadamente, las proezas en el césped han servido en más de una ocasión para cubrir el ruido de las torturas en los sótanos.

Ése fue mi primer mundial, aunque ya no me acuerde: Argentina 78. Nuestra selección era fantástica como nunca y, probablemente, no mereció ganar. Pero Videla necesitaba un gol urgente para su genocidio, aunque fuese en fuera de juego y contra cualquier reglamento. El pueblo argentino se echó entonces a la calle, a celebrar que pronto no habría nada que celebrar, excepto funerales sin cadáveres. Por eso fue, quizá, tan simbólico el título conquistado ocho años después, en México 86. La sensación de la gente era, más o menos, que después de las Malvinas (Mundial 82) y del horror habían llegado la paz, la democracia y Maradona. Sus goles contra Inglaterra habían tenido lugar, incluso, en el orden exacto: primero se había burlado de la prepotente estatura de Shilton, el portero inglés, estirando el antebrazo en la cima del salto; y después, por si quedaban dudas, le había demostrado al ejército defensivo inglés de qué color era la bandera del talento. Qué útiles, en el campo y fuera de él, que son los enemigos: como escribió Eduardo Galeano sobre los árbitros en El fútbol a sol y sombra, cuanto más se odian, más se necesitan. Por eso Maradona, además de un imposible cuento fantástico en diez segundos, con aquel gol zigzagueante acababa de escribir, sin saberlo, el nuevo Martín Fierro. Todo un poema épico que, además de ser relatado hasta la saciedad en las calles, venía a terminar de dibujar el espejismo de la reconstrucción.

Me recuerdo, tras el mundial de México, hojeando la prensa en busca de reportajes sobre la selección. Y recuerdo también aquellas fotos de aquel anciano que, con el tiempo, se me iría también divinizando. Aquel anciano cuyo rostro, entonces, no reconocí del todo. Las noticias alternaban fútbol y literatura. El mes de agosto de 1986 iba entibiándose. Maradona acababa de levantar la copa, y Borges acababa de agachar la cabeza. Por aquel entonces, leía yo novelas de aventuras, de misterio o de terror. Dentro del colegio -donde no había alumnas- buscaba una amiga en la pelota. Fuera de él, pasaba muchas horas en los potreros emulando al dios Diego o, más modestamente, al Chino Tapia. Son muchos los domingos que recuerdo parecidos a aquel cuento de Roberto Fontanarrosa, ése en el que decenas de personajes sólo atienden a una cosa, el balón, para finalmente contemplar cómo su día se pincha en una rama o se pierde detrás de algún coche.

Andrés Neuman, escritor argentino

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