Dos título de Liga en 100 años de historia no parece gran cosa para un club que ahora está de moda en Europa. El Chelsea lo conquistó con ocasión de su cincuentenario, en 1955, y en su centenario, 2005, tras haber vivido sus mejores momentos en los años sesenta. Casi por ubicación física, al Chelsea le correspondió un papel importante en el agitado Londres de aquellos días. Aunque su estadio no tenía ningún glamour -Stamford Bridge servía para el fútbol y para las carreras de galgos en su vieja pista de ceniza-, se alzaba en Fulham Road, en medio de uno de los barrios preferidos de la movida pop, al lado de King's Road, hervidero de nuevas tendencias. Allí tenía su cuartel Mary Quant, la creadora de la minifalda, y por allí pululaban o vivían buena parte de los músicos que hacían época: los Beatles y los Stones se dejaban caer por allí; Marianne Faithful y el fotógrafo David Bailey, también; las estrellas del cine británicas y norteamericanas frecuentaban el barrio. Y en el barrio estaba un equipo de fútbol que pretendía estar a la altura de los tiempos.
Aquel Chelsea se adelantó 25 años a lo que Ruud Gullit definió como fútbol sexy. Gullit intentó practicarlo con el equipo londinense en los años noventa. Con cierto éxito y con dinero para fichar a jugadores como Zola o Verón, precursores de la invasión de estrellas extranjeras. Pero en los años sesenta no había ningún extranjero. Era un equipo de ataque con varios de los jugadores más coloristas del fútbol británico. Uno de ellos era Alan Hudson, un centrocampista que llevaba el ingenio hasta la frontera de lo extravagante. Habitual de clubes, amigo de estrellas del pop, proclive a los excesos, su talante no cuadraba con el estilo marcial que Alf Ramsey pretendía en la selección inglesa, así que no dejó huella en el equipo nacional. Junto a Hudson brillaba el escocés Charlie Cooke, extremo en ocasiones, centrocampista en otras, genial siempre. Y en la delantera todos los focos apuntaban a Peter Osgood, un héroe para la hinchada. Era alto y fornido, de pelo ensortijado y moreno, con un aire a Tom Jones que hacía valer entre las habituales de los bares y clubes de King's Road. Sin tener la clase pura de Hudson y Cooke, ninguno representaba mejor los valores del Chelsea que Osgood. Dentro del campo y fuera. Su fama mereció el interés de Raquel Welch, que se dio un garbeo por el barrio en una visita a Londres en 1972, un año después de que el Chelsea derrotara al Madrid en la final de la Recopa. El Cuerpo quería conocer a Osgood y no se privó de visitar el vestuario en los momentos previos a un partido. Algunos jugadores de aquella generación todavía lo consideran el mejor momento de sus carreras.
El Chelsea no ganó ninguna Liga en esa época, pero se ganó fama de equipo juerguista y divertido frente al circunspecto Arsenal, tradicionalmente defensivo y alejado de las cosas mundanas. Mientras frecuentaban a los ídolos del pop, sacaban tiempo para jugar bien y satisfacer a una hinchada que pronto vio el desplome del equipo. Casi fue un derrumbe cultural. Con la caída de King's Road como centro neurálgico de la movida londinense se asistió a los peores años del Chelsea. Descendió a la Segunda División y tardó casi 15 años en establecerse con alguna firmeza en la Primera. Lo hizo cuando el fútbol se convirtió en un negocio y perdió buena parte de su imagen de pasatiempo para la clase obrera. En los años noventa se puso de moda el fútbol y la moda también alcanzó a los políticos, muchos de los cuales salieron del armario y confesaron sus preferencias. Algunas resultaban poco creíbles. El primer ministro, John Major, a quien no se le conocía especial pasión por el fútbol, se declaró hincha del Chelsea, como algunos otros políticos conservadores. Eran los años de Gullit, y luego de Zola y Verón. Buenos años futbolísticos que estuvieron a punto de enviar a la bancarrota al Chelsea, presidido entonces por Ken Bates. El destino del club parecía desesperado, pero algo le favorecía: Londres siempre es un mercado apetecible, y más para los nuevos barones de las grandes empresas rusas del petróleo, gas y derivados, gente como Roman Abramovich, que se encontró con el juguete perfecto, en la ciudad perfecta, en el barrio perfecto. En Chelsea.
por Santiago Segurola
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