Hay equipos cuya eternidad está por encima de una derrota. Aquella Holanda de 1974 y 1978, el Brasil de 1982, el Madrid de la Quinta de Eindhoven y, por supuesto, el Barça de Pep Guardiola. Sí, el de Guardiola, porque nadie es más culpable que él de la patente de este equipo, obra cumbre del barcelonismo, ya un incunable del fútbol mundial. Guardiola es culpable de mucho más. Para empezar, de la noble ambición de unos jugadores que no distinguen torneos porque se toman cada cita como un placer. Y es culpable, faltaría más, de haber minimizado su papel en los éxitos -"con unos jugadores tan buenos..."- y haberlo amplificado, con cilicio incluido, en el único traspié -"he fallado a los jugadores"-.
Guardiola es culpable, por supuesto, de que el equipo caiga con la pelota al pie, en la trinchera del adversario, frente a un portero épico, sin la más mínima renuncia a un estilo tan celestial que hasta sus contrarios lo admiran. Guardiola, estaría bueno, es culpable de haber alineado a algunos suplentes en un partido de ida ante el Sevilla en el que no subestimó a su estupendo rival, sino que sobreestimó a su grupo. Todo colectivo precisa de un gesto cómplice de su jefe. Guardiola fue coherente con lo que hizo en la pasada edición, cuando levantó el trofeo en Valencia, consecuencia, entre otras cosas, de su mimo al administrar una plantilla corta que el técnico necesitaba tener en vilo ante el maratón del curso. Y así fue. Bojan y Pinto fueron claves ante el Athletic en la última final; Sylvinho tuvo que dar un paso al frente por las circunstancias en Roma, en donde se midió a un tal CR; o Busquets, más suplente de Yaya Touré que este año, se vio de titular en las dos finales al improvisar el africano como central postizo.
Ante la torticera mirada de algunos, Guardiola es culpable de haber fichado a Chigrinski -tampoco es inocente con Ibrahimovic, pero eso no cuenta-, sobre el que azotan al técnico, en la diana de ésos que no perdonan a los triunfadores. Pues es tan culpable del ucranio como de Busquets, Pedro, Piqué y los premios universales a Messi. Aún quedan retorcidos que priorizan en el legado de Johan Cruyff los fichajes de Escaich y Korneiev, no los de Koeman, Laudrup, Stoichkov y Romario. O su desliz con Lucendo, locura embrionaria del alumbramiento de Amor, Guardiola, Ferrer, Sergi...
Guardiola es culpable, cómo no, de amar el fútbol, de sentir el Barça, de jamás olvidarse de hacer un guiño al último polizón del vestuario, aunque se llame Chigrinski. Como si alguien no pudiera equivocarse alguna vez, en caso de que el central resulte un fiasco. Eso está por ver, pero Guardiola ya es culpable. Como lo es de haber ventilado la caseta, donde hay más puntualidad, se vive de día y se duerme de noche. Ya nadie se deslengua, como sucedió en Villafranca del Penedés con el amparo presidencial, tras un demagógico ataque de cuernos. Guardiola es culpable de que por su falta de feeling con alguno de aquellos pretorianos laportistas el Barça pierda como perdió en Sevilla. No hay duda, de eso sí que es culpable este entrenador educado, sensible, con tacto, gusto exquisito y muchas inquietudes al margen de su obsesión por el fútbol. También es culpable de haber contribuido en este deporte a su alfabetización, mal que pese en la caverna, donde el verbo académico está mal visto. Este es el guardiolato, gran favor del Barça. Bendito culpable. Si todos fallaran así...
por José Sámano (Vía El País)
por José Sámano (Vía El País)
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