A Messi le duele la cabeza por la bronca de la hinchada de Argentina. No hay manera de que jugador y afición se reconcilien en la selección. Los reencuentros agrandan el distanciamiento más que propician el afecto. No hay que olvidar que la medalla de oro ganada por la albiceleste con Leo fue en Pekín y no en Buenos Aires. El problema de ser el mejor jugador del mundo en una selección cualquiera, como ahora es la argentina, es que nunca se suma sino que se descuenta. A Messi se le espera en la Copa América para que le dé el trofeo a Argentina mientras que en el Barça está para la Liga, la Copa y la Champions. A un lado se le exige y penaliza y al otro se le agradece su concurso y se teme por su suerte porque no renuncia a los amistosos ni acepta ser sustituido en las mayores goleadas.
Quienes comparan a Messi con Maradona se equivocan porque le quieren como solución y no como síntoma de un problema. Que Leo meta goles parecidos a los de Diego no significa que sean jugadores parecidos. Los tiempos cambian, y la selección argentina de hoy no es la misma que la de entonces. Dos cincos en el fútbol no hacen un diez y a la albiceleste le faltan centrocampistas y juego. Resulta curioso constatar cómo Argentina y Brasil coinciden en el excedente de delanteros y en cambio están faltos de medios, cosa que se acepta con naturalidad y no como sorprendente en dos países que han tenido a volantes de talla mundial. A Messi le faltan pasadores y precisa de cariño. Y no los encuentra precisamente en su Argentina.
A ojos barcelonistas, Messi juega en el Camp Nou y vive en Rosario, o al menos actúa como un ciudadano argentino. Únicamente tiene sentido en la cancha. Así que se trata de interpretar su juego para que sea feliz. Nadie le ha entendido mejor que Guardiola. El técnico le mima como un niño, justo lo contrario de cuanto ocurre en Argentina, país en que le toman por un adulto y le juzgan como un apátrida. El juego del Barça consiste en hacer llegar el balón a Messi en las mejores condiciones. Argentina, en cambio, no sabe cómo darle el balón porque piensan que su bota está cosida a la bola. Y como no habla, ni cuenta con hinchada propia porque se marchó del país a los 13 años, ni hay prensa que escriba a su favor cuando empata, es víctima de su silencio.
Falto de carisma, la grandeza de Messi es que solo tiene sentido en el campo, todo un defecto en un mundo mediático, virtual y aparente. Hasta que no llegue el próximo partido le lloverán las críticas igual que le caen los elogios en la victoria. Él no habla, juega.
el Pais.com
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